Cuando era pequeña los sábados era obligatorio dormir siesta, y, sobre todo no molestar a mi padre mientras lo hacía. La recompensa (este es un recuerdo de verano) era, al despertarse, poder meterse en la pelopincho y tomar un super licuado de banana. Hete aquí que uno de esos sábados me tocó dormir la siesta nada menos que con mi padre. Él enseguida se durmió. Yo, a su lado, no lograba hacer que el sueño se apoderara de mi pequeño cuerpo. No quería moverme, no vaya a ser cosa que se despertara. Lo observe durante unos minutos y pensé: debo ponerme en la misma posición que él. Así fue como boca arriba, coloqué mis manos entrelazadas sobre la panza, cerré los ojos y dormí placidamente. Más tarde escuché que mi madre comentaba que había ido a ver si estaba todo bien y la imagen le causó cierta ternura: “estaban los dos durmiendo iguales”, dijo.
La vida siguió su curso, las siestas se fueron esfumando, como los licuados y la pelopincho. Lo que quedó es el recuerdo de aquella posición. Algunas noches intento volver a ella, algunas noches logro dormirme…
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